La memoria personal me lleva a los inicios de 1987, unos meses después del fallecimiento de mi esposa. Llegué a la costa una madrugada, con mis hijos muy pequeños, pegados a mí, aterrados por el viento que azotaba como un dragón voraz: volaban anuncios comerciales, desprendidos por los zarpazos enfurecidos de Long, el dragón de viento. Es una imagen que la tengo muy grabada. En la costa chiapaneca hay temporadas donde el aire azota muy fuerte, sobre todo en otoño. En mi infancia lo escuchaba en medio de la oscuridad, o desplazándose entre la lluvia huracanada. Es terrible ver a la naturaleza descargando su furor. El dragón, ese animal mítico para mis ancestros chinos, originalmente fue un tótem para los pescadores, el conde del viento o Fei Lian; para mí es un elemento substancial no sólo en mi poesía sino en la vida cotidiana. El viento me remite al hálito cósmico, al espíritu celestial, a los ocho trigramas que aparecen combinados en el I Ching de mis ancestros. Es esa dimensión donde se esparce la voz poética, donde surge la Luz.
Cuando se habla del viento, de inmediato pienso en las sábanas que llevan a Remedios la Bella en Cien años de soledad, de García Márquez, o bien a la caracola de Piggy, el gordito personaje de William Golding en El señor de las moscas, resonando no para convocar a una nueva asamblea, sino presagiando la desgracia, el final funesto que le aguarda. Percey B. Shelley tiene un poema, Ode to the West Wind, donde invoca y evoca esa energía, indómita, cósmica denominada viento, a veces como una trompeta profética, o como hojas resecas. Pienso en los libros de Bachelard, ligados al espacio, a la ensoñación, al agua y los sueños y, desde luego, estos elementos ligados al viento. Hay un cuento de Eraclio Zepeda, en Benzulul, llamado justamente Viento. Mi memoria no es muy clara al respecto, aunque de pronto recuerdo a Revueltas, a ese cuento, Dios en la tierra, donde el viento es sórdido, devastador, ardiente, definidor de la divinidad cuando pasa por la Tierra. En fin.
En ocasiones el viento es un espacio lírico, aunque obviamente sirve de contención: circunda a las cosas, las conjura; tiene alas luminosas, a veces sórdidas; reposa sobre el agua como caricia de ninfa, o de hada. Por algo asume diversidad de nombres: céfiro, aura, soplo, hálito, brisa, etc., etc., etc. También se conjunta con el fuego y devasta los bosques (otra imagen pavorosa de Chiapas, desde luego). Robert Graves recuerda las invocaciones de los druidas, en La canción de Amergin, manejada en La diosa blanca. La inspiración surge cuando el viento se desplaza entre los árboles, o se desliza caminando sobre el agua de los lagos. Es una influencia determinante en todas las culturas, tanto como fuerza primordial tanto como energía combinada con la tempestad. Los tornados en Norteamérica demuestran su poder devastador.
De alguna manera el viento es un soporte del mundo, rompe y corrompe, a veces purifica. Significa una fuerza primordial. Es el soplo de Morgana o el silbido de Melusina al metamorfosear su cuerpo un viernes por la noche. Su color, Azul Darío; su aroma, como un espléndido vino degustado por Berceo; su textura, verde cocodrilo, a la manera de Efraín Huerta, El Grande. Alguien habló ya de la Rosa de los vientos y los atenienses de la Torre de los vientos. En su primer sentido es vectorial, desde la segunda perspectiva, un contenedor, un hálito sutil que devasta y acaso petrifica.
Ignoro si haya una poética del viento. Y si la hay debió habilitarla Bachelard, o Dilthey. Desde mi particular punto de vista una poética del viento establecería íntimas relaciones con el agua, la tierra y el fuego; sería una materia como los sueños, parte de un paraíso inmemorial, religioso; el viento es esa voz poética que irrumpe en la realidad, para conjurarla o devastarla; es el hechizo de Merddin, la invocación de Taliesin para modificar a la naturaleza y asustar a los falsos bardos: la englynn cobrando existencia. Es la poesía misma, revelándose, develándose en esas combinaciones sonoras, llameantes en sus significados, que se perpetúan en un canto estremecedor. Es la firma para la paz de Efraín Huerta, transformando el entorno social, el destino del mundo, nuestro futuro. Revelación o conjuro, el viento es el Logos que a través de su sonoridad crea, construye, genera ámbitos novedosos y, por ende, el orbe cobra sentido. Un día estaré lúcido para teorizar sobre esta singular poética.